Hace muchos años, cuando aún no había comenzado la emigración a las ciudades, y en pueblos y aldeas todavía vivía suficiente población, y cuando la Administración Sanitaria no podía destinar los recursos necesarios para tratar las enfermedades mentales en centros especializados, existía la figura tradicional de “el tonto del pueblo”.
El pobre hombre vagaba por libre, o hacía algún trabajo, según la tendencia de su enfermedad, y las gentes del pueblo movidas por la compasión, en general le ayudaban, a él y a su familia. Le reían las gracias, le corregían si era el caso y le animaban. Muy pocos, quizás sólo algunos chicos asilvestrados, en su crueldad, se burlaban de él.
Hoy el mundo es diferente, nos encontramos en la era de la globalización y de vertiginosos cambios tecnológicos. En la era de la aldea global, Aún así vemos que igualmente existe el tonto del pueblo. El tonto global. Sin tratamiento posible. Y fuera del alcance de la Autoridad garante de la sanidad pública pues sus síntomas son más ambiguos, pero no por eso menos llamativos. Al contrario, requieren más paciencia de quienes le rodean que antes.
Vellosillo, siendo pueblo amante de preservar las tradiciones, no podría prescindir de esa figura. Pero adaptada a los nuevos tiempos. Sin embargo, el nuestro, no es alma que impulse al prójimo, movido por la piedad, a prodigarle consuelo y amor, sino todo lo contrario: más bien fría indiferencia.
¿Y cómo es eso, tan impropio de un pueblo laborioso como el nuestro, que es famoso por la armonía y felicidad que reina entre sus pobladores?. ¿Cómo es que, los habitantes, cuyo sentido común y buen comportamiento cívico, ejemplar en cualquier república, pierden ligeramente la paciencia con un lerdo?. ¿Dónde está la condescendencia?.
El motivo es que la gente sólo puede ser caritativa hasta cierto punto, pues hablamos de un tonto moderno, de los que en su delirio, se cree llamado a ser poco menos que un Maquiavelo. Siendo por el contrario en su triste realidad, patéticamente ruin.
Últimamente vemos por doquier muchos así en los juzgados: Pícaros buscavidas y tramposos de poca monta. Artistas del “tente mientras cobro” y pequeños delincuentes, que medran en la inacción de la Justicia garantista en exceso y en la desidia de la Administración.
Los grandes maestros de este gremio escalan hasta la Política o la Banca entre flashes y pequeñas condenas, y el botín oculto en tierras pobladas de cocoteros y playas coralinas. Pero este no es el caso que nos ocupa: aquí simplemente se trata de traicionar la buena voluntad de los débiles en pequeños asuntos, y después, al ser conocida la faena, trasladarse a otro sitio, dejando al "primo" en la amargura, y así volver a empezar. Como dice el refrán “El que no te conozca que te compre”.
Pero no hay mal ni bien que cien años dure, y el tiempo no ha pasado en balde. La miseria y los golpes le marcaron con el rencor. Reliquia de la España negra, antes pendenciero, le impulsa ahora un furor cejijunto contra todos y contra sí mismo. Se ha ganado a pulso su mala suerte. Se sabe despreciado, y ni siquiera puede fiarse de su círculo más próximo, pues adivina que si le soportan es sólo por interés.
En realidad ya no tiene donde ir y merodea aturdido y avergonzado, rumiando estúpidas maldades, quizás también con remordimientos mientras barrunta que ha equivocado el camino y que la Parca ya le espera impaciente. Como a todos.
Es su sino, el destino de cada uno, y contra eso, ni él ni nadie podemos.
Un caso ciertamente curioso y lamentable para un estudio antropológico. Único motivo por el que dedicarle unos minutos de nuestra atención.
Aún así y a pesar de los pesares, debemos creer en la bondad natural del ser humano. Seguro que en este caso no era malo, y si lo fuese ahora no ha sido por su culpa. Son las circunstancias, el dejarse llevar. La tontería. Lo que declaraba ante el juez aquel reo, a punto de que le dieran garrote, ya resignado:
“Yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo. Los mismos cueros tenemos todos los mortales al nacer y sin embargo, cuando vamos creciendo, el destino se complace en variarnos como si fuésemos de cera y en destinarnos por sendas diferentes al mismo fin: la muerte.
Hay hombres a quienes se les ordena marchar por el camino de las flores, y hombres a quienes se les manda tirar por el camino de los cardos y de las chumberas.
Aquéllos gozan de un mirar sereno y al aroma de su felicidad sonríen con la cara del inocente; estos otros sufren del sol violento de la llanura y arrugan el ceño como las alimañas por defenderse.
Hay mucha diferencia entre adornarse las carnes con arrebol y colonia, y hacerlo con tatuajes que después nadie ha de borrar ya”
Pascual Duarte - C.J. Cela 1942.