Es al final del mes de Julio. La cuadrilla de chavales pasea sin rumbo fijo por los prados del pueblo riendo y sin parar de hablar. Por los caminos y los rastrojos recién segados. Sin prisa en esa larga tarde de verano. Al final, casi sin quererlo paran en la loma de Villafranca frente al castillo.
Miran al fondo del pequeño valle del rio San Juan, al cerrado bosque de chopos, encinas y enebros, el único bosque que existe en los alrededores. Las imponentes torres moriscas de piedra y ladrillo se elevan verticales sobre las copas de los árboles.
Una destartalada valla de alambre entre los árboles, no es obstáculo para ellos, acostumbrados a esconderse entre las ruinas cuando juegan en el pueblo. En un momento se encuentran al pie de los muros. Junto al antiguo foso. A media altura alguien ve un agujero en los sillares de piedra invadidos por la hiedra. Los más valientes trepan rápidamente y miran hacia la oscuridad. Uno desaparece dentro y llama a los demás.
Ágiles o torpes, al cabo de un rato se encuentran en un negro espacio donde no se ven los límites. Tropezando, alguien encuentra una ventana y la entorna. La sala es inmensa, de piedra, llena de viejos cachivaches cubiertos de polvo y telarañas. En las paredes, escaleras y puertas que invitan a explorar. Todos cuchichean a la vez con risas ahogadas y nerviosas, miedo y excitación. Los pasos resuenan en los viejos pasadizos, quizás por primera vez en mucho tiempo.
La escalera de caracol sube a la torre. La vista es magnífica. Una vista de reyes. El sol va cayendo sobre los campos agostados. Allí permanecen en silencio un momento, embobados, jadeando y respirando el aire limpio.
Abren puertas. Hay una zona moderna, con una habitación para niños pero de hace 60 años, con la decoración petrificada desde entonces, con campanillas en la pared para llamar al servicio y papel pintado con ilustraciones de perros y gatos de los años 20 . Por la ventana se ve el patio de armas.
Pero fuera, abajo, se oye de pronto un ruido de puertas y se quedan helados.
Pero no es el fantasma del primer emir Abderraman o del guerrero Almanzor, los constructores cuando aquello era una brumosa frontera. Ni tampoco el del malogrado dueño Alvaro de Luna que llegara airado para poner orden con su cabeza cortada bajo el brazo. O el de su siguiente propietario Juan Pacheco, el malvado marqués de Villena. Fantasmas severos y antipáticos todos ellos.
Tampoco es el del rey Fernando el Católico, que dio el castillo como dote para su hija natural Juana, que tuvo a los 17 años con la dama catalana Aldonza Iborra, la que se vestía de hombre para acompañarle en las cacerías. Eso fue antes de Isabel, por supuesto, aunque Isabel ordenó esa compra en su testamento para el bienestar de la hija de su esposo.
Ni es que se acercaran los pasos leves de la nieta del rey, Juliana, la primera Condesa de Castilnovo. Ni siquiera son los fantasmas de los dos hijos del rey francés Francisco I, rehenes allí tras la victoria en Pavía. Todos ellos hubieran sido comprensivos con estos chicos. No todos los días tienen visitas y en el fondo son educados.
Es algo más real lo que produce el ruido: son los dos guardeses del castillo. Gente ruda. Los chicos se esconden en una sala oscura, aguantando la respiración. Abajo se oye un motor, puertas y golpes. No se sabe que están haciendo esos dos. Está oscureciendo ya. Al cabo de una espera eterna, parece que ya se van. A ver por donde se salía de aquí.
El bosque en penumbra, el olor del rio y de la hierba, ¿Alguien ha oído risas de damas o cascos de caballos? Los chicos corren sin saber porqué, el pelo de la nuca erizado. La luna sale de la Sierra por levante. Ya en el campo, a lo lejos todavía se distingue su pueblo, como siempre, varado en el cerro.
Igual que fueron, vuelven hablando por los codos, comentando la aventura al claro de luna. ¿Por donde habéis ido a darlas hoy?, preguntan las abuelas vestidas de negro. Pues nada, por ahí.
Esa noche, sus sueños se pueblan de caballeros y damas enjoyadas que les miran altivamente. Gente principal que no conocen.